Según la decana de la IE School of Global and Public Affair que además fue canciller de la Argentina, Susana Malcorra, hay dos rumbos que podría tomar el mundo luego de la pandemia por coronavirus. Aquí el artículo que fue publicado por Infobae.
En este último tiempo mucho se ha dicho y se ha escrito sobre el COVID-19, su impacto y las implicancias que tiene y tendrá en nuestras vidas. Es difícil hablar de esta pandemia desde la autoridad que da el conocimiento y, al mismo tiempo, ser original.
Como mi campo de experiencia no es el de la medicina o la epidemiología, me abstendré de explorar cuestiones vinculadas al virus y a la salud pública. No obstante, siendo que esta crisis es multifacética, creo oportuno enfocarme en los aspectos geopolíticos y de política internacional asociados a ella.
A inicios del 2020, el virus llegó a un mundo que pasaba por un período de profundos cambios y cuestionamientos al orden establecido. Esto era así tanto desde la perspectiva de muchos países y gobiernos que, alejándose de su política histórica, se replanteaban el valor del multilateralismo y la gobernanza global, como la de los ciudadanos que, en distintas regiones, se volcaban a las calles para expresar su descontento con gobiernos y sistemas existentes.
La fuerte rivalidad entre Estados Unidos y China había generado fuertes tensiones que alteraron los equilibrios básicos. Desde el comercio internacional a la tecnología y la Inteligencia Artificial, pasando por la competencia en influencia en distintas partes del mundo. Casi todo era excusa para distanciarse aún más.
Europa venía de un largo período de ensimismamiento provocado por el Brexit, que se materializó el 31 de enero de este año. Mientras escribo esta fecha tomo conciencia de que, en tiempos de COVID-19, parece que hiciera un siglo desde aquel momento que se presentaba crucial para el futuro de Europa y de Gran Bretaña y que ocupaba casi todo el espacio de la prensa y los medios tratando de dilucidar cómo sería.
Mientras tanto, un manejo oportunista de Rusia la había llevado a intervenir con gran eficiencia, interfiriendo de distintas maneras y con distintas tácticas en un amplio arco de países, en sus procesos eleccionarios con el objetivo de desafiar la democracia y sus instituciones. La fragilidad de la democracia se ha puesto en evidencia ante los sofisticados manejos de información masiva y de técnicas de desinformación en redes sociales.
Todas estas dinámicas interrelacionadas provocaron que la nueva década se iniciara sin un claro liderazgo mundial ni con los acuerdos de mínima que permitieran responder a una eventual crisis de proporciones globales.
Al mismo tiempo, como ya mencioné, se estaba produciendo un fenómeno de reacción por parte de los ciudadanos que se volcaban a la calle para reclamar por todo aquello que, entendían, sus Gobiernos no les estaban resolviendo. Era un coro en el que se mezclaban los más diversos pedidos y colectivos que representaban múltiples intereses muchas veces contrapuestos. Solo los unía la convicción de que, de una manera u otra, el liderazgo político en el poder no respondía a sus necesidades. Las protestas se multiplicaban a lo largo y a lo ancho de la tierra.
En este contexto, y de manera repentina, nos vimos sumergidos en la realidad del coronavirus que puso freno a todas estas dinámicas preexistentes para pasar, en casi todo el planeta, a un congelamiento social. Esta ola que se expandió de este a oeste y de norte a sur ha llevado a que una gran parte de la población del mundo esté confinada en sus hogares e impedida de moverse desde hace tres meses, semana más o menos, según la región. Es un evento que no tiene precedentes y cuyo impacto social, económico, político y antropológico es casi imposible de dimensionar.
A medida que se avanza en la contención de la salud pública, empieza a entenderse la gravedad de las consecuencias económicas y surgen las tensiones derivadas de ese equilibrio inestable al que nos ha llevado la aparente contradicción entre la perspectiva sanitarista y la economicista. Esto plantea un debate complejo en el que nos encontramos en Occidente, tratando de resolver esta aparente dicotomía, sin fórmulas claras y sin soluciones mágicas. Un debate en el que, nuevamente, tenemos un enorme grado de interdependencia.
Lo que aún no ha comenzado a entenderse, y menos aún, a discutirse, es la dimensión política, tanto en lo global como en lo local. Querría comenzar por los aspectos internacionales.
Una pandemia es, en su naturaleza, un desafío colectivo del cual nadie puede salvarse solo. Sin embargo, estamos viendo múltiples ejemplos de Gobiernos y de líderes que han recurrido al modelo aislacionista como mecanismo de salida de la crisis. La incertidumbre de lo desconocido representada por el virus, vigente tanto en la dirigencia política como en la ciudadanía, permite que, por el miedo, se recorten peligrosamente los derechos fundamentales, así como que se acepte un modelo de “bunkerización” adoptado por algunos países.
A pesar de ser redundante que una pandemia es, por su naturaleza, global, no se asume como natural que las soluciones tengan que ser coordinadas. La Organización Mundial de la Salud (OMS) es la institución rectora en cuestiones de salud, pero su voz no fue escuchada, y se subestimó, durante los últimos años en que alertó sobre el riesgo cierto de una pandemia. Y hoy, en el medio de la crisis, se cuestiona su liderazgo en la implementación y búsqueda de las mejores formas de gestionar la pandemia. Todo esto es un claro ejemplo de la carencia de cooperación y de visiones compartidas.
El siglo XXI tiene, en su mayoría, desafíos de índole global. Me permito enumerar solo algunos de ellos: el cambio climático, el terrorismo, los flujos ilegales (de personas, de dinero, de drogas, de armas, etcétera), la migración y, por supuesto, las pandemias. Este rápido inventario de problemas debería llevarnos a pensar en la necesidad de reforzar el Sistema Multilateral y en una refundación que lo actualice para responder a los mismos. Sin embargo, muchos cuestionan la mera existencia de cualquier Institución supranacional que pueda contribuir a la generación soluciones comunes.
Estoy convencida de que, post-pandemia, tendremos ante nosotros una clara divisoria de las aguas. Podemos avanzar en el sentido de reforzar un modelo de gobernanza internacional que esté a la altura de las necesidades de la época, que sea capaz de aprender de las limitaciones de la arquitectura existente, que comprenda que la globalización, sin controles y regulaciones, trajo impactos negativos que deben ser corregidos y que nos comprometa en una visión superadora que avance en los pactos del 2015: la Agenda 2030 y el Acuerdo de París.
O, alternativamente, pueden ganar espacio las visiones sectarias, xenofóbicas, nacionalistas y autoritarias, ya instaladas en muchas latitudes, ocupando posiciones de liderazgo en Gobiernos y partidos de la oposición, que se basan en la búsqueda de un culpable externo a los problemas internos. Un endurecimiento que tienda al aislacionismo y al sálvese quien pueda, sin aceptar ni entender que esta trama nos interconecta de manera inexorable.
Dependiendo del camino por el que optemos, nos encontraremos en un mundo más difícil para convivir o en uno en el que, aún con muchos desafíos por delante, tratemos de construir una mejor realidad para todos. Estoy convencida que, para poder capitalizar la difícil experiencia a que el coronavirus nos ha expuesto a todos los países, grandes y pequeños, poderosos y débiles, desarrollados o no, debemos invertir en un rediseño de la Cooperación y Gobernanza Globales. Digo esto aceptando que el tamaño del reto es enorme, sin subestimar las dificultades que presentan las tensiones geopolíticas que describí al inicio ni menospreciar las fuerzas que se opondrán a un avance concertado.
Mientras tanto, en el plano de las políticas nacionales es factible aventurar un futuro incierto y complejo. El impacto en la economía implica altísimas tasas de desempleo provocadas por la caída abrupta de los niveles de actividad económica en la mayoría de los sectores. Solo como ejemplo, en Estados Unidos se ha llegado a niveles comparables con la crisis del año 30. No está claro cómo los países de renta media y los menos desarrollados podrán promover medidas de estímulo comparables a la de los países más desarrollados, teniendo en cuenta el poco espacio fiscal que, en general, tienen. Esto llama, una vez más, a encarar una acción compartida que atienda estas necesidades. El G20 ha dado una primera tibia respuesta a los países más vulnerables, pero no ha avanzado más allá.
Esta nueva realidad puede generar fuertes tensiones sociales a lo largo y lo ancho del planeta, planteando posibles escenarios difíciles de pronosticar. Mientras tanto, en el contexto de contención de la pandemia, vemos cómo surgen Gobiernos que ven una oportunidad para recortar la institucionalidad democrática, eliminar el rol de sus parlamentos, disminuir las libertades y derechos individuales con la excusa de que la seguridad es más importante que la libertad.
De esta manera, la posible refundación del Sistema Multilateral está condicionada por cómo evolucionan internamente los posicionamientos de los Gobiernos y sus políticas públicas que, a su vez, están condicionadas por los dramáticos cambios en la economía. Todo tiene que ver con todo. Lo global y lo local. Lo sanitario, lo social, lo económico y lo político.
Para lograr salir de este congelamiento en el que entramos por el virus, son necesarios liderazgos que entiendan bien la interdependencia, que no busquen “chivos expiatorios” fáciles en los otros y que apuesten a esa construcción de un nuevo espacio común con un sentido de responsabilidad compartida. Estos líderes deben surgir de todos los ámbitos: la política, el empresariado, la sociedad civil, los gremios, la juventud, las mujeres, etcétera. Estos líderes deben levantar su voz para acallar la cacofonía de quienes apuestan a un mundo hostil y aislacionista.
Quiero creer que lograremos que prevalezca esa perspectiva que nos ayude a dar un salto superador de los modelos existentes, un cambio de paradigma que ya era necesario y que la pandemia sólo lo ha hecho más evidente. Porque, de no ser así, corremos el riesgo de un futuro más oscuro para todos, tal cual se puede entender repasando los ejemplos de la historia pasada del siglo XX, cuando se vivieron circunstancias equivalentes.
La autora es decana de la IE School of Global and Public Affair y fue canciller de la Argentina
