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Podés ser de derecha o de izquierda, podés militar con pasión en una causa, pero lo que no se puede –lo que no se debe tolerar– es que la política se transforme en un campo de guerra en el que la vida humana deja de importar.
Opinión11/09/2025
José Alberto Coria
El asesinato de Charlie Kirk en Estados Unidos, en pleno evento universitario, es un golpe brutal a la democracia y a la convivencia política. No se trata solo de un nombre, de una figura pública, de un referente conservador. Se trata de un hijo, de un esposo, de un padre de dos pequeños que hoy quedan huérfanos. Y eso, por sí mismo, debería bastar para desnudar la tragedia que trae consigo el odio político cuando se transforma en violencia.


Podés ser de derecha o de izquierda, podés militar con pasión en una causa, pero lo que no se puede –lo que no se debe tolerar– es que la política se transforme en un campo de guerra en el que la vida humana deja de importar.
Lo ocurrido en Utah muestra un fenómeno que no es ajeno a nuestra región: el avance del discurso del odio. Un lenguaje violento, agresivo, que se normaliza en los medios, en las redes sociales y en la propia dirigencia, y que termina incubando monstruos. Cuando se señala al otro como enemigo, cuando se lo deshumaniza, cuando se lo convierte en “el problema” al que hay que eliminar, el paso hacia la violencia física deja de ser una frontera infranqueable.
Hoy es Estados Unidos, donde la grieta política ha escalado hasta niveles impensados. Pero no nos engañemos: también sucede en Argentina, en América Latina, en Europa. Hemos visto cómo los insultos, las amenazas y los intentos de justificar lo injustificable se instalan en el debate público, como si fueran parte natural de la política. No lo son. No deben serlo.
El crimen de Kirk es la demostración más brutal de hacia dónde nos conduce la espiral del odio. Y aunque nada lo justifica, aunque ninguna diferencia política habilita a disparar contra alguien, debemos reconocer que esto es consecuencia de un clima envenenado que no se combate con más odio, sino con un esfuerzo real por recuperar el respeto, el debate y el valor sagrado de la vida.
La política debe volver a ser el arte de convencer, no de exterminar. Y los líderes –todos, sin distinción ideológica– tienen la obligación de bajar las armas del discurso y de desterrar la idea de que quien piensa distinto es un enemigo.
Charlie Kirk no será recordado solo como un activista conservador. Su muerte debería ser un punto de quiebre para que el mundo entienda que la violencia nunca es el camino. Que la política sin respeto deja de ser política. Y que, si seguimos alimentando el odio, mañana cualquiera de nosotros puede ser la próxima víctima.
En Argentina también tenemos una responsabilidad urgente: no repetir la historia de otros países. La violencia verbal que se escucha a diario en los pasillos de la política y que se multiplica en redes sociales es un terreno fértil para la tragedia. Frenar ese espiral antes de que estalle es un deber de todos. No se trata solo de cuidar la democracia: se trata de cuidar la vida.



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