
Cada Nochebuena vuelve la misma discusión y, con ella, el mismo ruido. No solo el de la pirotecnia, sino el de una sociedad que todavía tiene dificultades para escucharse | Por José Coria

La figura del padre Ariel Fessia marcó profundamente a El Galpón. Su estilo pastoral, su mirada sobre la vida comunitaria, su forma de entender el servicio y su espiritualidad dejaron enseñanzas que hoy, tras su partida, cobran un valor aún mayor. | Por José Coria
Opinión07/12/2025
José Alberto Coria
En julio de 2023, tuve la dicha de conocer a fondo al Padre Ariel. En una entrevista compartió conceptos que revelan su esencia: un cura sencillo, transparente, comunitario y profundamente comprometido con la realidad de su pueblo.


Más allá de los detalles festivos o la organización de las actividades patronales del mes de julio en honor a San Francisco Solano, patrono de los galponenses, lo que se destacaba en él era su manera de sentir la fe y de acompañar a la gente.
Para Fessia, la fe no era un rito anual, sino un renacer comunitario. “Julio nos convoca —decía— porque vuelve a resurgir la fe y el deseo de encontrarnos en la oración”.
La masividad de las celebraciones lo interpelaba profundamente. Ver a un pueblo caminando unido lo llevaba a reflexionar sobre la responsabilidad pastoral:
“Cuando veía un kilómetro de gente caminando pensé: toda esta gente me fue confiada. Cualquier cosa que uno haga mal daña la fe de un hermano”.
Esa idea lo acompañaba siempre: no era un rol administrativo, era cargar sobre los hombros la vida espiritual del pueblo.

Para el padre Ariel, ser párroco en un pueblo no era una tarea burocrática: era una forma de vivir, de caminar al ritmo de la comunidad, de interesarse genuinamente por lo que le pasaba al otro.
Desde su espiritualidad agustiniana, repetía que la vida comunitaria es la vocación más profunda de la Iglesia:
“El Señor nos crea para vivir en comunidad. Mi misión es que en el pueblo crezcamos juntos, con solidaridad, empatía y los sentimientos de Cristo”.
Su manera de celebrar lo reflejaba. Aunque hubiera una sola persona en misa, él estaba ahí:
“Ese hermano vino a encontrarse con Dios. Yo tengo que estar”.
En El Galpón, una de las virtudes más reconocidas fue su transparencia. Toda actividad parroquial —rifas, colectas, festivales— se rendía públicamente, sin vueltas.

Eso no era un detalle técnico: para él, la transparencia era un acto espiritual, una forma de respetar al prójimo y fortalecer la confianza comunitaria.
Si bien su formación era agustiniana, la comunidad lo sintió también profundamente franciscano. En él convivían las dos dimensiones: la vida comunitaria y la sencillez.

Esa síntesis quedó expresada cuando decidió cambiar el histórico trono de San Francisco Solano por un montaje más humilde y simbólico.
“Quise mostrar al San Francisco sencillo, al hombre que evangelizaba bajo un árbol, con música, con cercanía, sin signos principescos”.
Su propuesta buscaba devolver al patrono su rostro humano, el del santo que caminaba con los pobres, hablaba desde la alegría y llevaba paz donde había división.
Una de las reflexiones más profundas surgió cuando habló del tincunaco —el encuentro entre culturas— y lo vinculó con la vida del pueblo:
“San Francisco unió a diaguitas y españoles. Aquí también necesitamos unirnos. El divino Niño de un lado del pueblo, San Francisco del otro… y se encuentran”.
Para él, la fiesta patronal no era solo devoción: era un mensaje de unidad para un pueblo que, como tantos, arrastra divisiones y viejas grietas.

El padre Ariel no se definía como un gran misionero; decía que hacía lo que podía. Sin embargo, su accionar mostraba otra cosa:
— Misas incluso para dos personas.
— Procesiones caminadas junto al pueblo.
— Cambios pensados para incluir a quienes trabajan o no pueden asistir.
— Una profunda fidelidad al servicio, aun con frío, cansancio o escasa convocatoria.
Era, como le dijo José Alberto en aquella entrevista, “un cura laburante”. Y él respondía con una sonrisa humilde:
“Uno hace lo que puede. Dios se encarga del resto”.
Al cerrar aquella entrevista, dejó un mensaje que hoy resuena más que nunca:
“Que esta fiesta nos lleve a encontrarnos con Dios. Que San Francisco nos muestre ese camino de sencillez, de entrega y de alegría espiritual”.
Esas palabras, dichas en vida, hoy se convierten en legado.
El Galpón despide a un pastor que celebró desde la humildad, caminó junto a su gente y predicó con gestos más que con discursos. Su mensaje permanece: la fe es encuentro, la fe es comunidad, la fe es cercanía.



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